miércoles, 18 de septiembre de 2013

A los niños de Amazonas
que pueblan de risa
el río y la ribera

a Kenamy G.
El abrazo más puro

a la selva con su
propia palabra.

Ana Carolina Saavedra Lozada (Valencia, Edo. Carabobo; 1970). Estudiante de Derecho (Universidad Santa María). Gerente cultural y promotora social. Ha participado en las jornadas de investigación del equipo multidiciplinario del Centro Amazónico de Investigación y Control de Enfermedades Tropicales. Ha realizado varias investigaciones, entre ellas: "Los impactos de la minería de oro en salud y ambiente. Orinoco medio, San Juan de Manapiare". Pertenece a la Red de Escritores de Venezuela, de la cual fue vocera por el estado Amazonas. Actualmente se desempeña como coordinadora de la oficina de participación ciudadana del Circuito Judicial del estado Amazonas.
El poema es una lucha de voces, una encrucijada de caminos que vienen alzándose desde la nada hacia el absoluto, el encuentro de dos pupilas que se reconocen y así mismo se multiplican. Poesía es la constelación de miradas que se abren y se cierran según su parpadeo rítmico, el mito y la vanguardia, la herida y el beso en una piel eterna.

Esta colección supone un viaje por los senderos del tiempo, sus series reconocen el trabajo de los poetas venezolanos, recogen sus obras con la convicción de que son ventanas a través de las cuales se perciben diferentes imágenes del mismo país. 
Lo aprendí de los yanomami: Hokotoyoma es la muchacha del río, la inasible, la que se burla de los hekura, hekura ella misma: terminará a su servicio, mediadora de cultura y tecnología, pero ya arrancada del agua donde podía danzar en círculo en un recodo del río, purificada de su naturaleza caníbal, alejada de su padre: el monstruo destructor capaz de provocar el diluvio, el caos, la muerte.
porque los dioses de la naturaleza, los hekura, son personificaciones de la fuerza vital presente en cada cosa, según la mitología yanomami, son eso: nostalgia del origen y posibilidad de futuro. Son el río de la vida: sueño de manantial y anuncio de océanos infinitos.
Omawë y Yoaguë los gemelos demiurgos que se adueñaron de Hokotoyoma, que violaron su naturaleza salvaje, siguieron "río abajo" donde viven "otros"; en la selva inmensa no dejaron ningún refugio; ninguna casa, sólo quedan sus huellas. Ana. C. Saavedra, en el poemario El lugar de las imágenes perdidas remonta esas huellas, se sienta a descansar en la orilla del río y busca en sus profundidades:

                                                               Hokotoyoma es lugar e imagen.


Agarrar la maleta ciudadana y ponerse en viaje. Un viaje de regreso a la madre naturaleza, a la matríz original: agua, maiguari, hekura, mujer, el deseo de nacer, volverse proyecto de nacimiento, en el mundo del recuerdo, del ensueño de la locura, del amor primordial, de la creación. Asistir a la creación que escurre como, un río: sentada en su orilla, esperando el momento de ser mujer.
El río viene de un arriba y va hacia un abajo. Para el mundo yanomami, arriba es el lugar del origen, el centro de la dispersión originaria. De donde nace el sol, vienen los hekura y los demás espíritus que recorren la tierra, día y noche. Del oeste, salen de tarde en tarde, las ánimas de los muertos a visitar - ilusión - sus hogares en la tierra. Estar aquí, es poner distancia entre un "arriba", el origen y un "abajo" donde viven los napë, la ciudad, los otros, el no-yo, la no existencia del yo, mas que la existencia del tú.
Aquí, en la orilla del río, en este viaje tras las huellas del yo, Ana quiere hacer un ensayo de origen: tener sabor de origen, de creación, vencer el miedo de reventar raudales, de perderse río arriba. La alternativa es el miedo de lo ya vivido, de dejarse llevar río abajo, a la ciudad, al ser otra, no mujer, no origen, ser lanzada fuera de la superficie de la piel.
Sentada en la orilla, el yo se ensancha de tanto recorrer las aguas, imágenes líquidas del ayer, de hoy, del mañana que fluyen y se transforman constantemente. Encontrar la propia identidad, dentro de la propia piel: ella es un manantial, mujer indígena del origen, Hokotoyoma, la inasible, mujer del río, hija del Dios dominador de las aguas, es destino, misión de ser, mujer.

                                                                 Padre José Bartola
                                                  Provicario del Vicariato Apostólico
                                                                        de Puerto Ayacucho

Del mundo de los muertos vienes
con ojos indios encendidos
por el fuego de tus antepasados.
Me dices que alguien ve lo que hago
y siento como si hubiese comido la risa
de los hijos de mis hermanas.

La serpiente ha matado pero no es su razón
tiene otra cara el Mawaris
es mujer que abre los brazos
sobre las aguas limpias y miente.

Te pierdo en caminos de selva

estrechos

de mucha niebla.

Debe ser porque bebí tu cuerpo
que me visita
o porque cuelgo mi chinchorro
donde tú colgabas el tuyo.

Semilla,
este día es fértil  -llueve-
Todas dentro de mí están desnudas frente al espejo
y  esta escribe con la piel húmeda.
 Aun sigo tomada de tu mano, 
insisto  en ser del viento al mismo tiempo que tuya.
Se puede levantar la piel de la tierra,
la gravidez redonda
la  vida como una alucinación,
las veces de mostrar el pecho desnudo con el alma en el intento.
Semilla,
deja tu raíz en el lugar para nacer,
sigue siendo el beso venidero, la mañana en caricia.
Ausculta  el  ala del ángel
deja salir de tu boca la calma.
Constante latido
 -desgránate en la boca del poema y alista el latido para el verbo- 
Ha sido un día de invierno largo
la palabra "pecado"
es  un  sonido cóncavo que se repite
 en  todos los lugares donde hay piel.
Y   la ventana donde la luz se retrae ante un mito
se cierra  en  el asombro
en  el requiebro de una caricia dejada por el viento.
El alma con su tacto
el cuerpo con su carga.
Santo amor que me sujeta el vientre 
vida   en el beso
que libere mi alma.


martes, 17 de septiembre de 2013

              




                                                                                                 

                        







                                                          



  




                  

lunes, 16 de septiembre de 2013

El silencio es más que la imagen de agua
y el surco de luminosidades,
nubes de un paisaje sobre la verde sabana,
aproximación de un paraíso.
Anhelos convertidos en fuego,
la vegetal e indómita sucesión de árboles
salvajes formas.
El mismo silencio
en las manos que tejen presentimientos,
que abandonan el cuerpo y alargan la noche del solsticio.




















El Lugar de las imágenes perdidas. (2006)
La mujer está lavando sus colores
Pensando.
Se deja ir rio abajo
distraída.
Con un niño colgado en el pezón
y otro en el vientre
ella pende de la tierra.
Se dejó sembrar
se dice y revela desde adentro.
No sabe contar los días
sin la luna,
No puede ir a las montañas
ni recoger cosecha y leña.
Pero compró en el pueblo
cuentas azules y blancas
para recibir con un regalo.
Ella está pensando en semillas
que hay en un lugar remoto
y en los hombrecitos que salen de su orificio.
En la vida
piensa la eñepa.





















Me hará un surco en el ancho de mi rostro
pasa muchos sus manos
borra la expresión
me hace barro.
Guarda mis sombras
en la planta de sus manos.
Camina por las brasas para enseñar la fuerza
muestra la luna
y la infinitud.
Nos comemos la candela
en esta tregua de mundos distanciados.
Nunca seré más inasible.

Estos árboles son nuestros
por eso también todos los frutos.
Ha llegado la hora del juego de los vientos de rama
con los hombrecitos sin guayuco.
Pronto una mujer gritará “¡muchacho cuidado te caes!”.
Todos seremos de todos
los niños
/nuestros/
Este es el verano pegostoso
se oyen los rumores junto al árbol de Yopo
pienso que recogen la cosecha en el mundo de los muertos.
Soy otra que también grita para pedir.
La boca me sabe a tierra dulce
y es que la pequeña Achon me dio su mango.





Rotos están los tiestos de la antigüedad. Millones de fisonomías en las calles de las grandes ciudades y un solo antifaz con signos de una tierra derruida y asaltada. Largos son los caminos del sosiego, habremos de vivir con el tejido de Judea asistiendo a las ceremonias del sincrético mundo que hoy amaneció sin guía. La negra que enreda en sus muslos la fundación de Abraham y el libro de los muertos. La india que asiste a la alborada con una hamaca tejida con desvelos. Un fragmento de Guerra, el día de Enero, a golpe de tambor, o cantando inviernos sobre una curiara, somos un vértigo de historia que se desdibuja en los modales del alma. Perdidos están los libros que lo dijeron todo, los horizontes que miraban los aristotélicos, las lunas que se vieron cuando Sara estuvo embarazada. La guadalupana virgen hará la obra del perdón a aquel que estalló su imagen, mientras se afilan otras espadas.
Soportó el peso de los verbos
descubrió en el rostro amado
la frágil expresión de la despedida.
Alguien lo vio marcharse con el alma
con el silencio de las cosas perdidas.
Dejó las horas y el árbol que miraba
un viejo manuscrito,
una senda.
La abomina visión del desapego.
Habría querido besar sus manos y sus besos,
guardar en una escarapela
luz,
sombra,
caballos de batalla
himnos y sepulturas.














Son un vértigo donde me equivoco,
transforman los significados.
Serán otros los días del equilibrio,
un tropiezo,
con las dos percepciones en mis ojos,
luz y otredad.
Oraciones gravitantes
mujeres frágiles hechas de inviernos.
Piedras del principio del mundo.
Hay escorpiones en la pared cuando entran las aguas,
augurios en las flamas de las velas
estrepito en el agua que cae,
ahuyentas,
retraes la expresión,
mientras rio abajo las aguas del pasado.
Oleaje. (2010)

La santa expresión del que aguarda junto al rio, la primera palabra de quien en el silencio más hondo escuchó las voces del mundo en reserva, el gesto en un intento de comienzo, nacer para la prueba, gestando universos en el bendito vientre de la selva, vegetal y boscoso, impredecible, de sonidos cóncavos. Huesos ancestrales esperando por la ciencia del sabio que junta la vida para el renacimiento. Encontrar las ofrendas de antiguas mujeres, en el fondo de una imagen, en la orilla de un río, saberte redimida como es propósito de la verdad al pretendernos entregados y dóciles, sin saberes ni escudos.
Antes nacieron las flores del camino, se marcharon con el viento de la ausencia, pétalos de una piel que cumple con los ciclos naturales del tiempo. Estas allí en la cúpula de una construcción antigua, estoy aquí mirando por las ventanas de la contemporaneidad. Conjugar es faena de inquietos duendes del pensamiento verbo. Los “hekuras” están en los oídos, queriendo escuchar antes que los ángeles renacentistas las murmuraciones de ancianos y perdidas imágenes que saltan de las páginas de los libros, mientras los pájaros se asoman a tus ventanas una mañana de noviembre, en las riberas de las infancias perdidas.
Llevo en mis manos las contradicciones, las cosquillas de las caricias, el mal atrapado, el bien saliendo de los ojos, como luceros de una noche de verano, como cocuyos del amazonia donde se guarda una promesa. Eres pequeña como la niña que sale de la boca de Dios y al ser palabra su forma se multiplica. Una niña, dos niñas, cinco niñas, tantas veces niña... lejos de lo incierto.
En una isla habitaban los callados, en una luna habitaba el pensamiento, en ti la prueba, despojada de bien y mal.

No hay tiempo ni lugar en este nacimiento, se hace el día y la noche cuando del vientre salimos para nombrar. Es misterio llegar a la vida con grito o sin él. Mas sin amor no fuese posible. Tu estas allá donde comienza, yo estoy aquí donde termina. Tantas veces nosotros, y un alma contenida.
Julio 2011-27
           
                                                                    
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Jorge Luis Borges.


Es un día de invierno, la lluvia arrastra las penas de otros poblados y en los ojos del rio puedo ver las carencias de los niños goajibos que viven cerca del que ha sido mi hogar estos últimos cuatro años. Me he despertado a arrancar de la tierra blanda las ramas del “Pajete” es una planta curativa que nosotros los criollos llamamos malojillo, los espíritus malos se vienen en las aguas del invierno y todos estamos con la nariz y los ojos enrojecidos por causa de la gripe. Te escribo desde un lugar interior en el que habitan los cantos y los recuerdos de la niñez, los cuidados de mis hermanas mayores y los papagayos de colores que se fueron perdidos en el cielo que miraban mis padres. Este cielo es bajito, las estrellas pueden derramarse en la frente de los soñadores y las piedras negras del macizo calientan los pasos de los ancestros, que se vienen en las caídas del atardecer a contarme el mundo que miro y por el que lucho. El  pasado atraviesa la vida a cada minuto, los indígenas en el pueblo son mis primeras visiones al salir de casa, llegan de lugares remotos con ajíes, yuca, manaca, ceje, maíz, piña, hacen sus tiendas en las esquinas de los mercados de los criollos. Tienden su vida en la calle con determinación, aunque algunos no tienen la misma suerte… En el pueblo hay muchas licorerías, algunos indígenas trabajan tierra ajena y el cobro se les va en aguardiente, caminan desvariando por las calles, hinchados de sol y de caña fuerte.
Mi vida gira con lentitud, el follaje de la selva cubre los recuerdos urbanos, así devorándolo todo hasta desaparecer las casas donde he vivido. El tremedal que escribió Gallegos…Es una palabra de la memoria que no quiere marcharse con este invierno.  En la mente del universo reposan mis quejas y mis historias de amor irresolutas, pero en la mente del amor está inscrita la oración del amanecer y el vuelo de las aves que visitan el alma. Las sagradas presencias que llenan de paz estas horas en las que te escribo, los muertos del otro lado del rio que claman en mis oídos el contar sus historias, el nombrar su grito, revivir las leyendas que miro precisa de una lanza, llevar los pies descalzos y el pecho apretado de amor.
Contenida, así es como amanecí.
La visión del amanecer es un hombre amerindio anudando una cesta con cogollito de palma, luego desaparece y mi voz de niña que no se ha ido de adentro de mi, me dice; -Ya se fue, vino desde muy lejos a reparar tu cesta- Entonces me quedó  en las manos una cesta de elaboración panare que recibe todas las cosas pequeñas que caen en mis bolsillos, metras, tornillos, un labial que nunca usé y envejeció, un pastillero de plata que me regaló una amiga, piedritas, papelitos, cosas que recojo de la tierra, semillas que luego se convierten en polvo. Es mi cesta que miro todos los días,  y  es también una de las irrealidades con las que vivo día a día, ver el pasado, ver el futuro, escuchar el pasado, escuchar el futuro.
He pensado hasta dormirme en el no tener  un vestido rojo, nunca he usado un vestido rojo y  hace tiempo no llevo vestido, soy una mujer de bota y pantalón, pero eso es ahora, antes si, usaba vestidos de la india, con sandalias de cuero como las mujeres de los 60, un profesor de una universidad en la que estudié me habla aún en el recuerdo de mi condición anacrónica, canto canciones antiguas y tengo una inteligencia fragmentada e incoherente como el nuevo mundo.
Oscar Wilde decía que sólo publican la memoria las personas que la pierden, la memoria del pueblo indígena retumba en la cabeza de la dignidad de los pueblos del sur y la memoria que podemos ser los que asistimos a este encuentro de la historia con la evolución, alcanzamos a guardar las experiencias.
Usted no es India, me dijo un afrodescendiente en una reunión en la que se discutía la delimitación del territorio indígena Venezolano, y yo me sentí muy intimidada y le contesté; no, yo soy mestiza.- Colérico me respondió, mestiza son las vacas. Se trataba de un alunado antropólogo, de cabellos largos y rostro muy duro. Llevo toda mi vida en este lugar y aún no entendemos hacia dónde vamos, continuó diciéndome, pasamos días a orillas de un rio selva adentro, yo terminé recibiendo cuidados de un Yekuana, que ponía mucha ropa sobre mí, y echaba el humo de un tabaco en mi oídos, la única sensación  certera que tengo de la muerte, es el frío en mis huesos, como esa noche, como otras noches, el Yekuana bancaba mis oídos y logré amanecer aferrada a su cobija. Me dio a beber hierbas en la madrugada y me dijo solidario, seguro que eres nuestra, seguro… así fue como me inicié en la lucha indigenista, después de un regaño en que entendí que no sabía nada aún, por ejemplo no sabía que los indios no querían morir arrodillados.
Y yo con este crucifijo colgado en mis ojos.
Jung decía que quien mira hacia dentro; despierta, estoy despierta de este modo insólito. La memoria es agua que se derrama y árboles de raíz fuerte. Y más que eso, es la razón del tiempo en nosotros.


Ana C. Saavedra.