lunes, 8 de junio de 2015

ÁNGEL DEL SILENCIO

PRÓLOGO

"A los niños de Amazonas que pueblan de risa el río y la ribera", así reza la dedicatoria que Ana Carolina escribe en un libro anterior de versos titulado El lugar de las imágenes perdidas; en este nuevo poemario quizás debería imprimirse una frase agradeciéndole a la "poesía por el melodioso ajedrez que nos permite jugar con Dios en solitario". Y agregaríamos con palabras usurpadas a Eugenio Montejo que la poesía "encarna la última religión que nos queda, a fin de cuentas la única que podemos contraponer a la omnipresente religión del dinero" (Tiempo Transfigurado, E. Montejo, 2001). Quien aspire a sentir la valiente experiencia de "la percepción de simultaneidad de nuestras vivencias", en especial las amorosas, y lea este poemario con dedicación orfebre, caerá en cuenta no sólo del disfrute del íntimo canto amoroso de Ana Carolina, sino que se contagiará de tal manera que sentirá la urgencia de escribir sus cuitas románticas.

En esta nueva entrega la poetisa musita un canto desnudo, monológico y nada común, capaz de entusiasmar a los que no engendraron por temor y a los que sienten miedo por engendrar, en fin a todos.
Acercarse a la obra poética de Ana es encontrar una sensibilidad que se desvive y se desmuere por darnos cuenta de una vida fundida en versos, y así como es Ana de íntegra en sus quehaceres sociales así de íntegra se nos revela en su poesía.

La autenticidad de la poesía de Ana Carolina, creo, reside en esa enorme tensión entre la crisis humana por la que todos atravesamos, y ella no escapa a esta circunstancia, y la manera como tales sismos emocionales tratan de hallar "su cauce expresivo" en sus poemas. En cada verso encontramos la eterna pugna entre vida y palabra.

Y nada más por ahora, dejo en manos del lector la responsabilidad de enriquecer su alma al sumergirla en las cálidas aguas de los amores cuajadas en símbolos literales.

Antes, sin embargo, quiero advertir que en estos poemas hay contrastes entre amargas realidades amorosas y los tristes ideales deseados, pero tal contrariedad no debilita emocionalmente, al contrario fortalece nuestro espíritu romántico, lo cual es muy provechoso para todo lector tomando en cuenta que los "seres maduros no van hacia la rebelión, van hacia la armonía"; claro, me refiero a la armonía que fugazmente enciende el amor, hacia una lenta y profunda ascensión, hacia la melancolía serena.

                                                                                                               Douglas Morales

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